Mi padre
me corta el pelo. Me sienta
en una
silla de madera,
afuera de
la casa, al aire libre,
con el
viento desparramando pelos
por todo
el patio. El sol ciega mis ojos.
Nunca
tuvo un sillón profesional
para cortar
el pelo. Cualquier silla
podría
ser un trono unos minutos.
Mi padre
es veloz, y sus manos
son meteoros.
No terminas de pensar
en alguna
cosa, ya está cepillo en mano
quitando
pelos pegados al cuello,
tirándolos
al suelo. Así hace siempre.
Recuerdo haber
llorado alguna vez
luego de
aquel ritual.
Me miré
al espejo: la imagen
no era de
mi agrado –aún hoy no lo es–.
Era
adolescente, quería llevarme
el mundo
por delante. Y, un buen corte
era un
requisito necesario.
Hice la
promesa de no dejarme
cortar
otra vez por él.
Pero al
cabo de un mes, volví
a la
sillita, mi cabeza
relajada,
los pensamientos
perdidos
en el aire.