Desde la negra
boca de la noche
llega una
especie de rumor,
una voz
imperceptible,
que parece
decir: “¡No salgas!,
quédate en tu
casa,
encerrado, y
no cometas
la tontería de
abrir la puerta”.
Acerco mi oído
hacia el marco
de la ventana
que da al fondo
de la casa.
Los grillos,
entre los
yuyales del patio,
estridulan sin
ton ni son, temerosos
porque
desconocen, algo los perturba,
una presencia
invisible toca las cosas.
Miro los
alrededores. Nada se mueve.
Pienso que la
mente, si hay angustia,
intenta protegerse,
pero sin certezas
acerca de lo
que viene,
o está por suceder, activa sonidos,
indicaciones
nerviosas, para hacernos
mover, y
actuar sobre la base
de un supuesto
peligro que acecha,
al que no se
puede percibir
en su
verdadera realidad.
De repente, se
me hiela el cuerpo,
se eriza la
piel, regreso sobre mis pasos,
toco el
picaporte y, cuando entro,
siento un
vacío infinito
que me cuelga
de la espalda.